jueves, 8 de julio de 2010

La Inquisición





LA INQUISICIÓN
Ayer a las 18:40

Institución judicial creada por el pontificado en la edad media para localizar, procesar y sentenciar a las personas culpables de herejía.

Se puede definir como un proceso judicial eclesiástico, dirigido contra las doctrinas heterodoxas.

Este proceso judicial nació en la Edad Media, como resultado de la recuperación de las leyes penales romanas en el ámbito civil y de su interferencia con las nuevas reglas penitenciarias de la Iglesia. Ya el emperador Constantino había inaugurado la represión de los herejes, que sus sucesores ampliaron, llegando en ocasiones hasta la aplicación de la pena del fuego, instituida por Diocleciano. De todas formas, la hostilidad de la Iglesia antigua frente a estas medidas extremas, hizo que en la practica estos casos fueran excepcionales. San Agustín había indicado a los obispos la pauta a seguir, cuando en el año 408 respondió al cónsul de África, a propósito de los donatistas: “mejor es morir a tus manos que entregarlos a tu juicio, para que sean condenados a morir.”

Esta actitud de la Iglesia se modificó en el siglo XII, cuando se difundió por Europa el movimiento cátaro. Era, en efecto, difícil poner en manos de los laicos los medios tradicionales de inculpación ante los tribunales, por acusación o por denuncia, cuando el delito a juzgar era simplemente materia de fe. Surgió así la idea de confiar a la Iglesia la búsqueda y el interrogatorio de los sospechosos. El proceso judicial inquisitorial atribuía a un juez eclesiástico y al tribunal de la Iglesia la función -desconocida en el derecho romano- de buscar y perseguir de oficio a los herejes, con la intención de inducirlos a penitencia. Si el inculpado no confesaba, entonces era entregado a la jurisdicción secular, que hizo revivir en todo su rigor la legislación penal romana contra los herejes. Aunque fueron muy numerosos los casos de obispos que se mostraron reticentes respecto a la aplicación de la pena de fuego, los poderes civiles doblegaron su resistencia invocando el derecho. De esta colisión de poderes nació la Inquisición.

La Inquisición episcopal

El año 1184, el papa Lucio III y el emperador Federico Barbarroja, reunidos en Verona, prescribieron a los obispos, por vez primera en la historia, la obligación de visitar las parroquias sospechosas con el fin de descubrir los focos del catarismo, que eran sectas heréticas cristianas de enorme difusión durante la edad media (se caracterizaban por su rígido ascetismo y su teología dual: el universo estaba compuesto por dos mundos, uno espiritual creado por Dios y el otro material forjado por Satán, su cosmovisión se basaba en el maniqueísmo (las agrupaciones más grandes de cátaros, localizadas en el sur de Francia, eran los albigenses)). La misión de inspección se confió, pues, inicialmente, a los obispos, y de este modo adquirió su primera forma de Inquisición episcopal. En la creación de estos tribunales eclesiásticos se excluía expresamente la pena de muerte. Pero la bula de Inocencio III Vergentis in senium (1199, en respuesta a la herejía de la doctrina albigense, el papa Inocencio III organizó una Cruzada contra esta comunidad; sin embargo, no fue muy eficaz), que confirmó, un poco más tarde, aquella institución, introdujo una comparación entre la herejía y el crimen de la lesa majestad, que el derecho romano castigaba con extremada severidad. Apoyándose en esta cláusula, los tribunales organizados en el norte de Francia y en el Imperio llegaron inmediatamente hasta los rigores últimos, y no vacilaron en dictar por si mismos penas de muerte en la hoguera, si bien confiando la ejecución al “brazo secular”. Así, en Troyes en el año 1200 -en presencia del rey Felipe Augusto- y en Estrasburgo en1212, donde fueron quemados 80 “herejes”. Los promotores de esta primera serie de procesos, que influyeron fuertemente en la actitud de la Iglesia en las fases ulteriores del desarrollo de la Inquisición, han adquirido una gravísima responsabilidad ante la historia.

La Inquisición de Langueduc

En el sur de Francia (en Langueduc), donde regiones enteras habían abrazado la doctrina cátara, no podía pensarse en la aplicación de sanciones aisladas, tanto en la razón de las tradiciones de tolerancia del Mediodía como en razón de la extensión de la herejía, que había penetrado hasta en los círculos de la nobleza.

Tras el fracaso de la misión de predicación en la Narbonense, confiada a los cistercenses y luego a los dominicos (1205-1208), el papa Inocencio III dio su consentimiento a la campaña armada organizada por los príncipes del norte de Francia, que tomó entonces el nombre de cruzada albigense (1209-1216).

Aquella terrible empresa vengadora introdujo la pena de la hoguera en regiones en que había sido desconocida hasta entonces, y fue aplicada con brutalidad contra los jefes cátaros; 140 en Minerve (1210), luego, de nuevo, todo un grupo en Lavaur, y 60 en cassés (1211). La represión señaló el fin de la fe cátara como fuerza política, pero no desapareció, ni muchísimo menos, de los corazones; sobrevivió en la clandestinidad. Por eso, en 1229, el concilio de toulouse preconizó una nueva forma de inquisición. Instituyó los "testigos sinodales", grupos de sacerdotes y laicos encargados de rastrear a los herejes y denunciarlos simultáneamente ante los obispos y ante los señores locales. Se trataba sólo de una iniciativa regional. Pero el papa Gregorio IX (1147-1241, papa italiano entre 1227-1241, creador de la Inquisición) dio, algo más tarde, una forma precisa jurídica y general a este procedimiento, en la constitución Excommunicamus, que dejaba los procesos heréticos bajo la dirección papal (Febrero 1231). Este documento marca la fecha de la creación de la Inquisición como tribunal de excepción, que autorizaba, en los temas referentes de la fe, a buscar a los sospechosos, inculparlos y, en los casos más graves, entregarlos al poder secular. Para el hereje arrepentido se preveía la pena de prisión perpetua, y para el obstinado su entrega al juez secular, que podía dictar sentencia de muerte en la hoguera. A 9los fieles que mantenían contactos con los herejes se les amenazaba con la excomunión.

En virtud de esta constitución, Gregorio IX sancionaba los tribunales episcopales; de hecho, nombró para Alemania a un sacerdote secular, Conrado de Marburgo, quien dio, en el desempeño de su misión, tales muestras de celo y arbitrariedad que se enfrentó con los obispos y murió asesinado (1233). El papa recurrió también a los dominicos en Ratisbona, Friesach, Estrasburgo y Besançon (localidad en la que el prior Roberto le Bougre, cátaro converso, dejó un siniestro recuerdo).

Muy pronto, la Santa Sede consideró que las delegaciones compuestas por religiosos especializados eran el medio más adecuado para convencer a los vacilantes y acabar con la herejía. De este modo, la Inquisición episcopal se vio poco a poco privada de sus antiguos poderes, que pasaron, en el sur de Francia, a los dominicos y, en Italia, bajo Inocencio IV, a los franciscanos. Por este camino, surgió en el Languedoc, entre 1230 y 1250, la Inquisición medieval, confiada a las órdenes mendicantes.

Conocemos bien el funcionamiento de la Inquisición, gracias a los “manuales de la Inquisición” llegados hasta nosotros, en particular la célebre Practica Inquisitionis de Bernardo Gui, inquisidor de Toulouse entre 1305 y 1323.

El Inquisidor general, de ordinario un dominico, era delegado directo de la Santa Sede. Tanto las autoridades civiles como las religiosas estaban obligadas a prestarle su apoyo. Las sesiones solemnes se abrían con una predicación del inquisidor, que concedía a los sospechosos un tiempo de gracia, en el decurso del cual se les invitaba a confesar su delito; transcurrido el plazo, podía inculparse a los ya advertidos, en el curso de un interrogatorio orientado siempre a obtener la confesión de los culpables. Para ello se empleaba dos medios de presión: la prueba testifical (al acusado no se le daban los nombres de los testigos, pero podía rechazar a quienes creía que abrigaban prevenciones contra él) y, llegado el caso, la tortura. El inculpado no podía utilizar los servicios de un defensor que, a tenor de las ideas de aquel tiempo, habría sido considerado fautor de la herejía al asumir la defensa del acusado. La sentencia era promulgada por la autoridad religiosa, en un lugar publico. La pena más corriente, la prisión, era eclesiástica. Cuando el delito merecía la sentencia capital, el acusado era “relajado” -por pura fórmula de estilo- al brazo secular, que tomaba a su cargo la sentencia y su ejecución.

Aunque todo este despliegue administrativo intentaba, como finalidad última, inducir a penitencia a los culpables, para salvarles de males mayores, de hecho desembocó en la instauración de procedimientos de represión. Por este medio, la Inquisición consiguió erradicar la herejía cátara, pero al precio de un grave abuso de poder por parte de las autoridades religiosas y al precio también de una degradación de la dignidad humana.

La Inquisición española medieval

El reino de Aragón

Muerto Pedro II en Muret (1213) en el conflicto provocado por la cruzada contra los albigenses, su hijo y sucesor Jaime I el Conquistador a instancias de los obispos de su reino, temerosos de la extensión de la herejía en Aragón, en especial por los refugiados del Languedoc, revitalizó los edictos de1197 y 1198 firmados por su progenitor en los que, parece ser que por vez primera, se aludía a la pena de muerte en la hoguera para los herejes que no abjuraran antes del domingo de Pasión de 1198.

Algunos años más tarde, Jaime I, aconsejado por su confesor el dominico Raimundo de Peñafort (1185-1275, religioso dominico catalán que destacó por sus trabajos jurídicos nombrado capellán y penitenciario del papa Gregorio IX, quien le encargó compilar las decretales pontificias, que servirían luego de base para la redacción del código de Derecho canónico (la Summa poenitentia et matrimonio y la Summa pastoralis)), decidió establecer la Inquisición en sus dominios. Pero, según parece, tal medida no se llevó a cabo, puesto que el papa Gregorio IX, en 1232, se quejó de la poca colaboración por parte aragonesa. Espoleado por el pontífice, Jaime I promulgó al año siguiente un edicto en el que precisó los medios y las personas que habían de ser empleadas en la búsqueda de herejes (un sacerdote de nombramiento episcopal asistido por dos o tres laicos).

Cuando la disposición real llegó a conocimiento del papa, éste al dar su aprobación no hizo nada más que ratificar la bula pontificia enviada el 26 de mayo le 1232 al arzobispo de Tarragona. Se añadía tan sólo la ayuda de los monjes dominicos. Tales ordenanzas fueron completadas en 1235 con la aprobación y remisión a Tarragona por parte de Gregorio IX, del primer código de procedimiento inquisitorial redactado por el propio Raimundo de Peñafort (canonista por la Santa Sede desde 1230, y patrono de los jesuitas), manual practico para el uso de los inquisidores. El pontífice, al mismo tiempo, ordenó que se hiciera una inquisición general de todos los conventos de religiosas de la provincia en los que empezaba a infiltrarse la herejía. Al citado manual siguió más tarde otra obra parecida, debida a la pluma del inquisidor gerundense fray Nicolás Eimerich, Directorio de inquisidores, que pronto fue de uso corriente en todos los tribunales de la Inquisición.

Sin embargo, la Inquisición aragonesa manifestó poco entusiasmo, ante lo cual Gregorio IX, en una carta de febrero de 1238, encargó al obispo de Huesca que recordara sus deberes al rey en orden a la persecución de los cátaros. Como consecuencia, Guillermo de Montgri, arzobispo de Tarragona, asistido por los dominicos, condenó en el vizcondado de Castellbó unos cincuenta herejes a diversas penas, e hizo exhumar dieciocho cadáveres cuyos huesos fueron quemados. Al parecer, el señor de Castellbó, conde de Foix, se impresionó y, al estar excomulgado, solicitó la absolución.

Castilla, Navarra.

En el resto de España apenas si se persiguió a los Cátaros. Algunos fueron arrestados y marcados con hierro al rojo vivo por orden del rey Fernando III, pero el obispo de Palencia los liberó por decisión papal tras haberlos hecho abjurar de sus errores. En 1238 el Santo Padre encargó la organización de la Inquisición de Navarra al dominico Pedro de Leodegaria.

Finalmente, Alfonso X el Sabio reprodujo en su Fuero Real (1255) y en las Siete Partidas (1276) gran parte de los estatutos de Gregorio IX, aunque precisó que sólo debían ser entregados a los verdugos los recientes en abjurar. A los condenados, desposeídos de toda dignidad, se les confiscarían todos sus bienes. Tales disposiciones anunciaban la conducta a seguir en el futuro contra la importancia social adquirida por los judíos. Este problema y el de la conversión de los moros iban a ser mucho más graves en España que el peligro representado por los cátaros.

La Inquisición española de los Reyes Católicos

El tribunal de la Inquisición (llamada también Sant Oficio) más famoso en la historia, fue el instaurado en Castilla por los Reyes Católicos enlosa albores de la denominada Edad Moderna. La nueva Inquisición española no nació como continuación de la constituida en Aragón, sino como consecuencia de la situación excepcional a la que había conducido la Reconquista, cuando a punto de finalizar ésta, los monarcas, cuyo principal objetivo era crear un estado lo más cohesionado posible a semejanza de Francia o Inglaterra, tuvieron que enfrentarse con la difícil convivencia entre súbditos de distinto origen étnico y religioso: cristianos, judíos y musulmanes.

La población judía, que había proliferado extraordinariamente desde el bajo imperio romano y los visigodos, acusada de horrorosos crímenes rituales que el vulgo se preocupo en agrandar, envidiosos de las riquezas obtenidas y de los puestos preeminentes alcanzados por los hijos de Israel, fruto de su carácter emprendedor y, en frecuentes casos, superior cultura, fue objeto de sangrientas persecuciones. El miedo les llevo muchos de ellos a abrazar en apariencia el cristianismo; fueron los judíos conversos o marranos.

Añadimos a ello la convivencia con los musulmanes vencidos (mudéjares) y el peligro que estos representaban como enlace de una nueva invasión cuando los turcos amenazaban con invadir Europa.

Los viejos cristianos acusaron a los marranos de seguir con sus antiguas practicas. Se pidió una inquisición contra los marranos. Los reyes ante la situación obtuvieron del papa Sixto IV una autorización provisional de estacionamiento por la Bula del 1 de noviembre de 1478. El primer tribunal se instalo en Sevilla, importante foco de judaizantes. Fernando II el Católico solicitó la ayuda de los dominicos y el Santo Oficio funcionó regularmente en Andalucía a partir de 1481. Ante los excesos cometidos en la aplicación de las sentencias, el pontífice intentó revocar las prerrogativas otorgadas, reclamó la actuación de un control episcopal sobre la Inquisición real y propuso la posibilidad de que los acusados pudieran recurrir a Roma (Bulas de enero y Octubre de 1482).

Tras un forcejeo diplomático con la Santa Sede, los Reyes Católicos consiguieron la facultad de organizar una Inquisición nacional con plena independencia, de forma que su tribunal sólo rindiese cuentas, como los demás, a la corona. Al papa le quedó tan sólo un papel moderador nunca desempeñado con eficacia.

Limitado en un principio a varias ciudades castellanas, los Reyes consiguieron extender poco a poco el nuevo Santo Oficio a los reinos de la corona de Aragón, no sin chocar con serias resistencias. En octubre de 1483, fray Tomás de Torquemada, prior dominico del convento de Santa Cruz de Segovia, fue nombrado por el papa inquisidor general de Castilla, Aragón, León, Cataluña y Valencia a propuesta de la reina Isabel. Ejerció una rígida dictadura sobre los servicios inquisitoriales entre 1483 y 1498 con cien mil procesos y dos mil penas de muerte. En 1492 obtuvo de la soberana el edicto de expulsión de todos los judíos de España.

Durante los siglos XVI y XVII la Inquisición extendió su campo de acción contra los musulmanes conversos o moriscos y contra los protestantes (secta de los alumbrados), sobre los que actuó con todo rigor, en especial en los focos de herejía aparecidos en Valladolid y Sevilla.

Al lado del inquisidor general y del Consejo Supremo de la Inquisición, funcionaron los tribunales provinciales en las principales ciudades con sus correspondientes inquisidores nombrados por el inquisidor general, oficiales, procurador fiscal, familiares del Santo Oficio (especie de policía inquisitorial),... El procedimiento seguido por los tribunales se basaba en el de la Inquisición medieval y culminaba con la solemnidad de los autos de fe, en los que se leían las sentencias y se hacían las abjuraciones públicas. La Inquisición careció de jurisdicción contra judíos y mudéjares, actuó solamente contra los bautizados. Los condenados a muerte eran entregados al poder civil encargado de ejecutar las sentencias.


A partir del siglo XVIII, la Inquisición española entró en una aguda crisis merced a las nuevas corrientes ideológicas recibidas y a los abusos del propio tribunal, utilizado cada vez más como arma política por los propios monarcas. Godoy y Jovellanos proyectaron su supresión sin llevarla a cabo. El espíritu liberal de las Cortes de Cádiz contribuyó a decretar solemnemente su extinción (5 de enero de 1813) y, aunque revivió en los periodos de restauración absolutista, fue sólo nominalmente. El 15 de julio de 1834, por real decreto, quedó completamente abolida.

Decadencia de la inquisición fuera de España

La inquisición no sólo escapó del control papal en España, lo mismo pasó en Francia (s. XIV-XV) con el proceso de los templarios bajo Felipe el Hermoso, el de Juana de Arco y tantos otros. Paulo III y Paulo IV intentaron reaccionar, y con el fin de imponer de nuevo su autoridad la reformaron a mediados del siglo XVI con la creación de un organismo único y permanente, la Congregación de la Suprema y Universal Inquisición o Santo Oficio. Los dominicos conservaron su papel relevante, pero la persecución de la herejía se transformó en un asunto exclusivamente romano. Los monarcas españoles intentaron mantener su independencia, pero en el célebre proceso contra el primado de España, Bartolomé Carranza, fue Roma, tras una sesión impresionante, la que logró que la causa pasara a su jurisdicción.

En 1542, alarmado por la difusión del protestantismo, el papa Pablo III estableció en Roma la Inquisición romana y el Santo Oficio. Más libre del control episcopal que su predecesora, se preocupó de la ortodoxia que aparecía en los escritos de teólogos y eclesiásticos.

El papa Pablo IV emprendió en 1555 una persecución de sospechosos, incluidos obispos y cardenales, y elaboró en 1559 la primera lista de libros que atentaban contra la fe o la moral: el Índice de libros prohibidos.

La Inquisición romana tuvo su apogeo entre 1555 y 1640. Durante dicho tiempo se quemaron y prohibieron numerosas obras tenidas por heréticas. Famosos fueron los procesos contra Giordano Bruno, ejecutado en 1600, y contra Galileo, condenado a retractarse en 1633. - Galileo, en su tratado titulado Diálogo sobre los sistemas máximos (1632) defendió la teoría de Copérnico, según la cual la Tierra giraba alrededor del Sol. Galileo fue llamado a Roma por la Inquisición a fin de procesarle bajo la acusación de “sospecha grave de herejía”. Finalmente, fue obligado a abjurar en 1633 y se le condenó a prisión perpetua (condena que le fue conmutada por arresto domiciliario). -

Años después, el Santo Oficio se convirtió en un organismo de salvaguarda doctrinal. En vísperas de la clausura del concilio Vaticano II (5 de diciembre de 1965), Paulo VI transformó la Congregación del Santo Oficio en Congregación por la doctrina de la Fe, con unos procedimientos justos y acordes con la época.

- Galileo simboliza la defensa de la investigación científica sin interferencias filosóficas y teológicas. Juan Pablo II abrió en 1979 una investigación sobre la condena eclesiástica del astrónomo y en octubre de 1992 se reconoció el error del Vaticano.

Fuente: http://html.rincondelvago.com/inquisicion-espanola_3.html




El Inquisidor general, de ordinario un dominico, era delegado directo de la Santa Sede. Tanto las autoridades civiles como las religiosas estaban obligadas a prestarle su apoyo. Las sesiones solemnes se abrían con una predicación del inquisidor, que concedía a los sospechosos un tiempo de gracia, en el decurso del cual se les invitaba a confesar su delito; transcurrido el plazo, podía inculparse a los ya advertidos, en el curso de un interrogatorio orientado siempre a obtener la confesión de los culpables. Para ello se empleaba dos medios de presión: la prueba testifical (al acusado no se le daban los nombres de los testigos, pero podía rechazar a quienes creía que abrigaban prevenciones contra él) y, llegado el caso, la tortura. El inculpado no podía utilizar los servicios de un defensor que, a tenor de las ideas de aquel tiempo, habría sido considerado fautor de la herejía al asumir la defensa del acusado. La sentencia era promulgada por la autoridad religiosa, en un lugar publico. La pena más corriente, la prisión, era eclesiástica. Cuando el delito merecía la sentencia capital, el acusado era “relajado” -por pura fórmula de estilo- al brazo secular, que tomaba a su cargo la sentencia y su ejecución.

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