Marcelo Villamarín C.,
Es en el seno de la filosofía de la praxis donde se ha debatido con mayor interés este problema relacionado con el rol de los intelectuales, probablemente debido al hecho de que gran parte de los dirigentes revolucionarios, desde Marx y Engels, fueron a la vez intelectuales.
Si en el conjunto de la sociedad moderna la ubicación de los intelectuales se volvió problemática, lo fue más en el seno del movimiento obrero y de los partidos que surgieron en representación suya. ¿Cuál era y es su rol? ¿Dirigir, orientar, impulsar los procesos revolucionarios? ¿Formular teorías? ¿Criticar a las dirigencias siendo el ojo avizor de los dirigidos? Las luchas intestinas dentro del Partido bolchevique, gestor de la Revolución de Octubre de 1917, y la postura del estado soviético frente a los intelectuales – una postura que solo reconoció la legitimidad de aquellos que de manera incondicional habían adherido a las "teorías" oficiales del Partido y del Estado – atestiguan esta problematicidad.
En este sentido, no cabe duda que el Estado capitalista ha sido relativamente más tolerante con los intelectuales que el estado "socialista", lo cual se atribuye equivocadamente a la adhesión del primero al supremo principio de la libertad. Y digo equivocadamente porque uno y otro, en momentos en que se pone en juego la estabilidad y permanencia del Estado, son implacables con los intelectuales.
A pesar de ese interés, siempre ha llamado la atención el hecho de que los fundadores de la filosofía de la praxis, Marx y Engles, no le hayan prestado suficiente atención, de tal suerte que aparte de encontrarse ciertas alusiones en algunos textos de juventud del primero, el tema se encuentra ausente en las obras fundamentales del marxismo. Y lo propio puede decirse respecto a los temas relacionados con la cultura en general, lo que ha alimentado ciedrtas posiciones economicistas que reducen el marxismo a la relación entre infraestructura y superestructura. Esto parece obedecer a factores de carácter histórico. Desde el Manifiesto Comunista de 1848 hasta la Revolución Rusa de 1917, el movimiento revolucionario internacional había experimentado un constante crecimiento, habiéndose principalizado la estrategia del "asalto al poder", tal como ocurrió en el último de los acontecimientos mencionados.
En el plano de la teoría, esta estrategia obligó a los dirigentes a privilegiar las discusiones en torno a problemas políticos como el carácter del Estado, las alianzas de clases, etc., dejando de lado aquellos que dicen relación a la organización de la cultura, el papel de los intelectuales, y otros más.
Entre 1920 y 1930, sin embargo, el movimiento comunista internacional es fuertemente atacado por el surgimiento del fascismo europeo y entra en una etapa de reflujo, especialmente después del triunfo de Adolfo Hitler en 1933. Por otra parte – según lo señala Moreano en su ponencia – la estrategia de asalto al poder era factible frente a la endeblez de la sociedad civil de la Rusia prerrevolucionaria. En Occidente, en cambio, la sociedad civil burguesa estaba orgánicamente estructurada siendo inviable un nuevo proyecto histórico por la vía de las armas, como lo demostró el intento húngaro de 1924 y ya, mucho antes, la Comuna de París. Estos dos factores, la debilidad del movimiento comunista frente al fascismo y al agotamiento de la vía revolucionaria en Occidente, obligaron al movimiento obrero y a los intelectuales marxistas a diseñar nuevas estrategias en las que se privilegiaron los aspectos ideológico-culturales. Antonio Gramsci desarrolla su teoría política articulada al concepto de "hegemonía", que consiste en la construcción de un proceso de dirección en el seno de la sociedad civil (toma de la hegemonía) por parte del nuevo bloque histórico de la revolución social, dirigido por el Nuevo Príncipe, el Partido intelectual orgánico del proletariado y las clases subalternas.
Esa toma de hegemonía, a través de una larga guerra de trincheras, comprendía la construcción de una nueva cultura, un nuevo proyecto ético-espiritual de toda la sociedad, fundado en la concepción del mundo de la nueva clase fundamental, proyecto en el cual los intelectuales juegan un rol preponderante. La estrategia de asalto al poder postergó los temas relacionados con la educación y la organización de la cultura; entre tanto, la evidencia de que tal vía se encontraba agotada privilegió la estrategia de la "dirección política y cultural" (hegemonía).
Dicho en otras palabras, si la endeblez de la sociedad civil rusa, que no estuvo atravesada por los valores democráticos de la revolución burguesa de Europa, permitió el asalto al poder de los bolcheviques, el carácter orgánicamente estructurado de las sociedades occidentales exigía un largo proceso de educación de los sujetos sociales para ganar legitimidad dentro de la sociedad burguesa. Esto es lo que Antonio Gramsci denominó la "construcción de una nueva hegemonía": la clase obrera debe convertirse en "dirigente", con alto prestigio intelectual y moral y con un sólido proyecto educativo, aún antes de la toma del poder. Naturalmente, en este proceso el rol de los intelectuales es decisivo, de donde deriva la atención privilegiada que éste y otros pensadores alineados en la filosofía de la praxis otorgaron a este tema.
Antonio Gramsci
Las formulaciones gramscianas sobre el intelectual orgánico han servido de soporte a nuevas reflexiones en el seno del pensamiento crítico. Una de las obras más significativas al respecto pertenece a Michael Löwy, Para una sociología de los intelectuales revolucionarios, en la cual el autor analiza a profundidad la evolución intelectual de George Lukács - marxista húngaro y dirigente revolucionario - entre 1909 y 1929, evolución que puede considerarse como paradigmática del intelectual revolucionario de Occidente. En ella muestra el cambio paulatino de Lukács desde un pensamiento liberal-burgués hasta la adscripción teórico-práctica al proyecto revolucionario del proletariado, que por entonces era el sector social que lideraba los procesos de transformación política de Europa. A partir de esa investigación formula una teoría que resulta útil para efectos de esta ponencia.
La tesis más importante de Löwy es que los intelectuales no son una clase y, por lo tanto, su posición no se define en relación con los medios de producción y la estructura económico-social, sino una "categoría social". Esto significa lo siguiente:
Los intelectuales, en cuanto tales, no son productores de bienes y servicios, sino creadores de productos ideológico-culturales. Independientemente del lugar que ocupen en la estructura económico social, todos los seres humanos, por el mero hecho de ser tales, pueden crear productos ideológico-culturales: ser pintores, escultores, poetas o escritores; y quien lo haga cumple una función intelectual.
Por fuertes que sean los condicionamientos económico-sociales, como la pertenencia a una clase social determinada o la posición en la estructura productiva, quien se ha definido como intelectual siempre tiene la capacidad de optar por los intereses de los opresores o de los oprimidos; valer decir, puede elegir entre la alternativa de crear productos ideológico-culturales enmarcados en los fines de la explotación o en los ideales de emancipación y liberación del género humano.
No existe, por lo tanto, "inteligentzia" neutra, por más que los intelectuales "gocen de una cierta autonomía relativa con respecto a las clases sociales". Como creadores de productos ideológico-culturales expresan las demandas sociales desde la perspectiva del proyecto histórico al cual han adherido.
Por lo general, los intelectuales se rigen por valores cualitativos que se desprenden de su sensibilidad estética, de su comportamiento moral o de su comprensión teórica. En la medida en que el capitalismo todo lo convierte en dinero, en mercancía, en valores puramente cuantitativos, los intelectuales sienten una aversión casi natural contra el capitalismo. Incluso quienes no han adherido al proyecto histórico de las clases subalternas, que en términos generales se define como "socialismo", coinciden con los intelectuales revolucionarios en esta aversión, convirtiéndose en críticos del sistema y de sus formas de poder.
Estas precisiones conceptuales nos permiten esclarecer las confusiones anotadas. Gramsci señalaba. "Todos los hombres son intelectuales, pero no todos los hombres cumplen en la sociedad la función de intelectuales".
Con esto quiere decir que todos los hombres, desde la máxima autoridad de una empresa productiva, hasta el más humilde de los trabajadores aportan con su capacidad intelectual, en diferentes niveles y condiciones, en la realización de sus tareas.
Pero, no por cumplir funciones de dirección el gerente puede ser catalogado como el "intelectual" de la empresa. Que eventualmente pueda ser más instruido que el resto de trabajadores – cosa que es por demás obvia dada la estructura de clases de la sociedad – no implica que cumpla un función intelectual.
Este ejemplo es válido para todos los espacios micro y macrosociales, en los cuales existen funciones de dirección y mando y personas que las ejecutan, como parte de las necesidades de organización de la sociedad; pero, ello no es razón suficiente para catalogar a unos como intelectuales (directivos) y a los otros (subordinados) como no intelectuales.
Sin embargo, tanto el gerente como el último empleado en la jerarquía empresarial pueden cumplir las funciones de intelectual, en la medida en que, independientemente de su rol dentro de la empresa, puedan crear productos ideológico-culturales; que tales productos sean liberadores o alienantes, de buena o de mala calidad, es otro problema que no incide en la función intelectual.
Esto permite esclarece la confusión, muy frecuente en las organizaciones partidarias, que tiende a identificar al dirigente con el rol del intelectual. Un dirigente es tal no porque sea intelectual, sino porque tiene capacidad de liderazgo, cuyo perfil entre otras cosas puede contener una buena formación teórica; igualmente, un intelectual no por el hecho de ser tal tiene méritos suficientes para ejercer las funciones de dirección.
Por lo tanto, es preciso establecer el rol del intelectual en la sociedad. Independientemente de su adscripción ideológica, puede decirse que hay algo en común en todos los intelectuales: sus más profundas motivaciones están dadas por los valores ético-culturales. De allí que Jorge Castañeda, por ejemplo, atribuye a los intelectuales de América Latina algunos rasgos distintivos que les confiere un rol, más allá de su filiación ideológico-partidaria: guardianes de la conciencia nacional, críticos en constante exigencia de responsabilidad, baluartes de rectitud, defensores de los principios de carácter ético-político del humanismo, críticos del sistema imperante y de los abusos de poder, etc. Sus productos ideológico-culturales están fuertemente marcados por esos rasgos.
El intelectual, pues, cumple una doble función: es crítico frente al poder y, al mismo, tiempo es constructor de una "nueva e integral concepción del mundo". Tal vez este último carácter sea decisivo en la diferenciación entre intelectuales de izquierda y de derecha: si todos los intelectuales son críticos frente al poder y frente a toda clase de atropellos, los primeros se encuentran empeñados en la construcción de un nuevo mundo de valores; participan activamente en la lucha social con esos fines y sus obras son expresión de los valores que encarnan los nuevos sujetos sociales. Sea a través de la sensibilidad estética o sea a través del razonamiento lógico, sea con los instrumentos del arte o con el de las ciencias y la filosofía, los intelectuales participan en ese gran proyecto de construir una nueva e integral concepción del mundo que termine por enterrar la barbarie suicida del capitalismo.
Los intelectuales y la izquierda partidaria
Se dijo en páginas anteriores que la ubicación del intelectual en las modernas sociedades es problemática; y lo es más en el seno del movimiento revolucionario de izquierda. En este caso, tal problematicidad deriva de la conflictiva relación entre la teoría y la práctica, un problema que más allá de los ámbitos académicos, en los cuales el propio marxismo ha proporcionado matrices orientadoras, atañe a la conducción de los procesos de transformación social.
Desde su origen, en el seno de los movimientos de izquierda se definieron tradicionalmente dos posiciones contrapuestas: la primera, aquella que sostenía que la conciencia socialista es producto del papel de la inteligencia ilustrada que la introduce desde fuera del movimiento de masas, a través de la teoría revolucionaria, elaborada por la misma intelectualidad proveniente de la burguesía y de las capas medias de la sociedad.
La postura opuesta pensaba que el movimiento de masas es susceptible de desarrollar la conciencia de clase y adherir al socialismo de manera espontánea, a partir de su propia experiencia producto de la lucha, de tal manera que el papel de los intelectuales era secundaria, cuando no inútil. Como es obvio, la primera postura atribuía a los intelectuales – generalmente identificados con la pequeña burguesía – un rol determinante, mientras que la segunda ponía el acento en el papel de las "masas". Por extensión, teoría y práctica tenían la supremacía una sobre otra, según el caso. Durante mucho tiempo estas tesis fueron tratadas de manera antagónica, provocando serias disensiones en el seno de los movimientos de izquierda. Las polarizaciones llegaron al extremo de situar dos polos de enfrentamiento: los intelectuales y teóricos versus los prácticos.
Estas contradicciones han venido decantándose con el tiempo y la discusión, pero están lejos de terminar y tampoco puede decirse que ni en las organizaciones de izquierda ni entre ciertos intelectuales se haya logrado una comprensión cabal sobre el problema.
Lo que está bastante claro, al menos en teoría, es que teoría y práctica son dos aspectos de una misma realidad que deben ser tratados con espíritu dialéctico, es decir sin buscar polarizaciones antagónicas que son expresión de un modo metafísico de tratar las cosas. Y lo mismo puede decirse de la relación entre los intelectuales y las organizaciones partidarias.
En el caso del Ecuador, el origen del Partido Socialista Ecuatoriano estuvo marcado por una virulenta oposición a la labor de los intelectuales. En 1924 se fundó en Quito el grupo Antorcha compuesto por 10 intelectuales, quienes editaron el periódico del mismo nombre, constituyendo la base fundamental para la construcción del Partido Socialista Ecuatoriano, en 1926.
Otro grupo no menos importante estuvo constituido por dirigentes gremiales de tendencia anarco-sindicalista de Guayaquil. Si bien en un principio, los intelectuales de La Antorcha y otros que provenían de capas similares, tuvieron un peso gravitante en la conformación del Partido, pronto vieron desmoronarse sus expectativas, ante las maniobras burocráticas de los núcleos comunistas que adhirieron incondicionalmente a la Internacional Comunista, que impartía sus directivas desde Moscú. Éste fue precisamente uno de los temas de controversia.
La adhesión a las 21 tesis programáticas de Moscú – que constituía el requisito sine qua non para pertenecer a las filas de la Internacional Comunista – dividió a los socialistas ecuatorianos y, según lo narra Alexei Páez, "en 1927 abandonaron el Consejo Central del Partido Angel Modesto Paredes, los hermanos Carlos y Jorge Carrera Andrade... Néstor Mogollón y Emilio Uzcátegui", nombres que son ampliamente conocidos como intelectuales de izquierda cuya gravitación en la cultura nacional ha sido reconocida tanto nacional como internacionalmente. Tres años después de fundado el PSE, las posiciones se radicalizaron en torno al papel de los intelectuales dentro del Partido, a quienes la fracción comunista acusó de ser los portadores de uno de los más nefastos vicios: el intelectualismo, caracterizado por "la locura de la ilustración, por la bibliofagia insaciable", como se expresan en las Actas de la Conferencia del CCA de 1929, citado por Páez. La fracción comunista, que ganaba terreno al interior del Partido, hizo íntegramente suya la política del VI Congreso de la IC, caracterizada entre otras cosas por los ataques violentos a la "pequeña burguesía intelectual". En muchos de los partidos comunistas latinoamericanos, esta política terminó en la expulsión de los "intelectuales librepensadores".
Una de las razones de este conflicto la esbozamos en páginas anteriores: la toma de posición de los intelectuales frente al proyecto histórico de las clases subalternas estuvo siempre mediada por motivos ético-culturales, es decir por una serie de valores que, hoy nos percatamos de ninguna manera antagónicos a los ideales ilustrados de la burguesía liberal de los siglos XVIII y XIX – lo que explica además que los primeros socialistas fueran intelectuales provenientes del ala radical del liberalismo - ; entre ellos, el principal valor defendido por los intelectuales – y en esto han coincidido con frecuencia los intelectuales de derecha y de izquierda – es la libertad en todas sus manifestaciones, especialmente la de expresión.
Las 21 tesis programáticas de la Tercera Internacional constituían de hecho una camisa de fuerza que subordinaba a la militancia ecuatoriana a los dictámenes foráneos con la imposición de un modelo centralista-burocrático de organización, imperante ya en la URSS, y que anulaba toda iniciativa particular de la militancia nacional. Cabe señalar que esta adhesión de los intelectuales de izquierda a los valores ético-culturales del pensamiento ilustrado siempre ha sido mirado con sospecha por los ortodoxos, en el marco de su concepción maniquea que opone la ideología burguesa a la ideología proletaria.
La pregunta es: ¿por qué si los intelectuales, por la propia naturaleza de su oficio, estaban en mejores condiciones de posicionarse al interior de las organizaciones partidarias, generalmente terminaron aislados y hasta desprestigiados? La razón, por desgracia, tiene que ver con un estigma de la política nacional, no solo de izquierda, en todos los tiempos: en la lucha política no se privilegian los instrumentos de la razón, sino la violencia verbal o física, la manipulación, el chantaje y las negociaciones por detrás de los bastidores.
Obedece también, aunque en menor medida, a la debilidad teórica de los intelectuales, al menos en la etapa de fundación la izquierda latinoamericana. Teóricos y prácticos en todo el continente, exceptuando a José Carlos Mariátegui, apenas conocían los rudimentos del marxismo proporcionado por manuales de amplia circulación, provenientes de Moscú y Pekín. Parece ser que intelectuales del prestigio que adornaba a los fundadores del socialismo ecuatoriano, como los mencionados anteriormente, no conocían el marxismo y quizá no tenían por qué hacerlo: muchos de ellos eran poetas, otros estaban animados por motivaciones cercanas al socialismo utópico, en tanto que los "prácticos" disponían de "Líneas generales de la revolución" que podían ser fácilmente adaptadas a la realidad ecuatoriana con el maquillaje correspondiente.
Es en las décadas de los años 60 y 70 que la teoría marxista se fortalece en América Latina y el Ecuador, aunque casi exclusivamente en los campos de la economía y las ciencias políticas y sociales; en la filosofía, en cambio, acusa una fuerte debilidad. Así y todo, ese fortalecimiento constituye un nuevo foco de tensión.
Los intelectuales, que intentan pensar la realidad propia con cabeza propia, adoptan actitudes críticas frente a las líneas oficiales, que no son sino una caricatura de las líneas elaboradas en los centros metropolitanos del comunismo internacional. Y parecería ser que no son hábiles en la maniobra, de tal manera que aún ocupando puestos de relevancia no lograron construir bases de poder que sustentara sus propuestas.
Después de la experiencia de los primeros intelectuales al interior del Partido Socialista, una de cuyas fracciones fundó siete años después el Partido Comunista, no se han repetido experiencias tan radicales de tensión. La vía ha sido más expedita: un brevísimo "juicio verbal sumario" y la expulsión, tal como ocurrió durante las mismas décadas en el Partido Comunistas Marxista Leninista, en el cual se formaron muchos de los prestigiosos intelectuales de izquierda que hoy tienen un peso gravitante en la cultura nacional.
Por su parte, los intelectuales no siempre han tenido una actitud positiva frente a las estructuras partidarias, y la frecuente acusación de "ultracriticismo" y "teoreticismo" no dejan de tener su fundamento. Muchos han adoptado actitudes arrogantes, prevalidos de sus conocimientos y el manejo de la teoría marxista. Épocas hubo en que los intelectuales arrastraron, o pretendieron hacerlo, a las organizaciones partidarias a la "discusión teórica permanente", especialmente en los claustros universitarios, provocando discusiones bizantinas sobre el carácter de la formación social ecuatoriana y de la revolución, con actitudes dogmáticas que lejos de mostrar una predisposición al conocimiento estaban más interesadas en imponer su verdad, misma que escondía apetitos de poder.
No fueron pocos los casos en que los intelectuales, armados de un discurso grandilocuente, provocaron la resistencia de las direcciones partidarias compuestas por militantes que no habían tenido acceso a la educación universitaria y, por tanto, carecían de oportunidades para adquirir una "sólida" formación marxista.
Para muchos de ellos, los manuales de divulgación eran el único alimento teórico que esclarecía su práctica revolucionaria, cosa que no fue comprendida por los intelectuales. Y las confusiones no se hicieron esperar: éstos pertenecían a la pequeña burguesía, cuyas condiciones económico-sociales les habilitaba para ser tales, y adolecían de los vicios propios de esta clase.
Enfrentada a ellos se encontraba el grueso de la militancia, que pretendía ser de extracción obrera y campesina – y en muchos casos lo era -, que clamaba por acciones inmediatas y efectivas, liberados de los vicios de la pequeña burguesía. Muchos eran mirados con admiración y respeto, pero también con sospecha y aversión, y lo que debía ser una saludable lucha ideológica se convirtió en pugnas irracionales por el poder.
Con la crisis del socialismo y sus secuelas, que afectaron fuertemente a los partidos de izquierda, estas tensiones no se han resuelto pero, al parecer, hoy carecen de importancia. Los intelectuales, generalmente sin militancia, constituyen un mundo aparte, y no siendo ya la autoridad del marxismo el criterio de diferenciación entre revolucionarios y reformistas, hoy constituyen un sector disperso y acaso amorfo en el que caben posiciones que van desde el marxismo – al menos para quienes siguen pensando que ésta es una teoría válida para interpretar la realidad – hasta posiciones socialdemócratas y liberales progresistas, que ante el desencanto del socialismo al menos buscan la profundización de la democracia y la defensa de los ideales ilustrados de la burguesía del siglo XVIII, pasando por los románticos que aun sueñan en las armas sin mayor convicción.
Ahora bien, el tema central que da origen a estas discrepancias tiene que ver con la construcción del proyecto histórico del socialismo, cuyo descrédito inicial está siendo superado a pasos agigantados. Hay teóricos importantes en América Latina que se acercan con mayor firmeza a la definición de lo que llaman el Socialismo del Siglo XXI. Resulta por demás evidente que la definición de este proyecto será obra de la acción mancomunada de los intelectuales, las militancias partidarias de izquierda y los movimientos sociales, todos empeñados en encontrar alternativas viables al capitalismo neoliberal.
Por lo tanto, y estando las organizaciones partidarias aventajadas en cuanto a organización y definición ideológica y programática, son las llamadas a definir políticas que permitan incorporar a los intelectuales a este proceso de construcción del nuevo proyecto histórico de las clases dominadas.
Importancia de la teoría
Resta un aspecto que merece atención privilegiada. A pesar de que en la actualidad no aparece como problemática la relación entre la teoría y la práctica – al menos no hay vestigios de ello en las discusiones tanto académicas como partidarias – es necesario hacer alusión a ella porque de su comprensión dependen también las políticas de alianzas mencionadas anteriormente. Hoy sabemos que la oposición entre teoría y práctica es insostenible.
Ni las masas y los sectores subalternos van a adherir espontáneamente al proyecto histórico del socialismo, ni éste es producto de la reflexión teórica de los intelectuales. Como dice Helio Gallardo, "La miseria y el hambre abren paso a muchas y variadas reacciones en América latina (en Colombia, por ejemplo, los sicarios, los matones al servicio de la dominación, algunos de los cuadros torturadores de las Fuerzas Armadas y de los asesinos y violadores de campesinos).
Pero el socialismo no descansa en una merca reacción, sino en una acción independiente de resistencia social que exige un sujeto humano", un proyecto histórico – se diría – que transforme la potencial energía de las masas en acciones libres y concientemente dirigidas a un fin. "El socialismso – dice Gallardo – no es el nombre de un pretendido instinto de libertad y rebeldía", sino un proyecto de existencia, alternativo a la existencia que configura la sociedad capitalista".
Ahora bien, todo proyecto histórico se asienta en tres coordenadas fundamentales: 1) un pensamiento crítico (teoría científica y/o filosófica) que demuestre la inviabilidad del sistema que se pretende superar; 2) una utopía, entendida como un conjunto de ideas-fuerza que impulsan la acción hacia la construcción de un futuro posible y deseable; y 3) un sujeto histórico.
Estas tres condiciones se cumplieron en el proyecto de la burguesía liberal del siglo XVIII. Durante 300 años la burguesía sentó las bases filosóficas de la sociedad capitalista, cubriendo todos los ámbitos del saber, hasta desembocar en la Ilustración como la síntesis del ideario de las clases emergentes. Su utopía se expresó, en íntima correspondencia con lo anterior, en los postulados que guiaron las revoluciones norteamericana de 1772 y la francesa de 1789: libertad, igualdad, fraternidad. Y, naturalmente, durante un lapso histórico similar, el sujeto histórico se fue construyendo desde los primeros advenedizos asentados en los burgos exteriores a los castillos feudales, hasta la plena constitución de la burguesía como clase que estuvo en capacidad de liquidar el sistema imperante.
Este proceso fue el producto de la confluencia de varios factores: la paulatina elaboración de una nueva concepción del mundo, por parte de los ideólogos del liberalismo (filósofos y literatos que formularon nuevas teorías) que legitimó la acción revolucionaria de la burguesía; las luchas sociales que se desataron durante varios siglos, acompañada de la acción corrosiva de herejes y contestatarios que dieron con sus carnes en la hoguera; la larga pero sostenida formación de una clase social que se convirtió en el sujeto de la revolución burguesa, aparte de la transformación paulatina de las condiciones económico-sociales por efectos de factores difícilmente identificables como causa: el desarrollo científico y tecnológico, la crisis del modo de producción feudal, etc. Es justamente basado en estas experiencias que Gramsci dio particular atención al rol de los intelectuales.
Contrariamente a lo que podría creerse, la Revolución Francesa no fue el origen sino la culminación del proceso de construcción de la nueva sociedad anhelada por la burguesía, pensada desde siglos atrás por los intelectuales que fundaron una nueva concepción del hombre, de la cual se desprendieron los ideales políticos que se transformaron en las ideas-fuerza de la revolución, libertad, igualdad, fraternidad. Y es probable que dicha revolución no habría sido posible si antes no se sentaban las bases filosóficas de la misma. La burguesía empezó por construir una nueva concepción del mundo, antes del "asalto al poder". Algo similar ocurrió con la Revolución Rusa, aunque en este caso el tiempo que dispusieron los bolcheviques para la construcción de la nueva concepción del mundo fue escaso, con el agravante de que estaba en auge la novedad del liberalismo.
Ahora bien, el complejo teórico elaborado por el liberalismo, desde la Filosofía hasta las Ciencias Naturales pasando por la Economía y la Sociología, fue útil – y en ese sentido verdadero – para explicar los fenómenos humanos y naturales; sin embargo, en la medida que buscaban la liberación de una clase social, gran parte de sus contenidos se convirtió en ideológico. Como señaló Marx en El Capital, la libertad y la igualdad son conceptos que a la larga sirvieron para funcionalizar la explotación capitalista.
También en el socialismo la teoría devino, en gran parte, en ideología, a pesar de su propósito de liberar al proletariado y con él a toda la humanidad. Estos dos ejemplos solo muestran que la teoría es algo más complejo de lo que solemos pensar, y que no se reduce a la relación entre pensadores o teóricos y prácticos. El problema es cómo se construye la teoría, quiénes la construyen y para qué.
Si el socialismo entraña la aspiración a liberar no solo a una clase social sino a toda la humanidad, debe existir alguna certeza de que la conciencia de ese propósito no se obnubile y la nueva sociedad no se transforme en otro mecanismo de dominación.
Y la única certeza proviene de los instrumentos proporcionados por la razón para ejercitar una permanente reflexión sobre la realidad, lo cual supone concebir a la teoría como una actividad orientada a esclarecer el proceso histórico.
El sociólogo chileno Helio Gallardo, intentando superar la dicotomía entre teoría y práctica, decía que "una teoría que no solo se distanciara o emancipara de lo empírico sino que se le opusiera y lo enfrentara como "modelo ideal" o "deber ser"... es no solo imposible, sino políticamente autodestructivo". El proyecto histórico de las clases subalternas no puede concebir la teoría como especulación ("que solo mira y reflexiona una cosa, sin tocarla"). "Lo teórico se encuentra en una relación productiva, favorable y necesaria, con las regiones y aspectos prácticos y experiencias de lo real-social"; es decir, la teoría se encuentra siempre en un proceso de "articulación constructiva" con lo experiencial.
De esta apreciación, y haciendo uso de otros aportes del pensamiento occidental, podríamos decir que la teoría cumple una triple función, entre otras:
En primer lugar, elimina la conciencia ideológica, que es el conjunto de falsas representaciones que sobre la sociedad y su propia identidad se hacen los individuos, aceptando como naturales las condiciones de la dominación. Como diría el filósofo checo Karel Kosík, destruir el mundo de la "pseudoconcreción", es decir la cotidianidad en la cual las representaciones y fantasías, producto de la inserción en un mundo opaco encubierto por los valores de la dominación, son asumidas como verdades. El mundo en el cual la explotación, la dominación y la enajenación encuentran fáciles explicaciones trascendentes o fatalistas que conducen a la inercia, es decir al conformismo y la resignación.
En segundo lugar, la teoría cumple una función epistemológica. "Puesto que las cosas no se presentan al hombre directamente como son y el hombre no posee la facultad de penetrar de un modo directo e inmediato en la esencia de ellas, la humanidad tiene que dar un rodeo para poder conocer las cosas y la estructura de ellas", a través de la ciencia y la filosofía.
Solo cuando la burguesía logró – hasta donde le fue posible - "penetrar en la esencia de las cosas" mediante la ciencia y la filosofía, pudo afinar su proyecto histórico, transformar políticamente la sociedad y potenciar el desarrollo material y espiritual de la humanidad, cuyos resultados, por desgracia, se orientaron en provecho de una minoría, no por culpa de la ciencia sino de la estructura socio-económica del capitalismo.
En tercer lugar, al "hacer referencia a una acción política transformadora exigida socialmente por el pensar" y hacerlo de una manera clarificadora y consistente, provoca no solo la adhesión pasiva sino la participación activa en las luchas por la transformación social. Mientras más claro se presente a la conciencia la posibilidad de trascender el proyecto histórico de las clases dominantes, mayores probabilidades existen de generar una práctica revolucionaria.
La idea de que las masas se mueven solo por sus reivindicaciones materiales es falsa; aunque no con la misma intensidad que los intelectuales, ellas también se mueven por valores; de hecho, los movimientos sociales gestados en las últimas décadas se movilizan por reivindicaciones que rebasan las exigencias económicas: la defensa de los derechos humanos, del medio ambiente; contra la discriminación racial, por la afirmación de la identidad cultural, etc.
El punto es que la alianza entre los intelectuales y la izquierda debe enfocarse con el propósito de construir lo que Gramsci denominó la hegemonía, es decir la construcción de una nueva cultura ética-política que anteponga los intereses del conjunto de la humanidad a los intereses materiales de los grupos o las clases, bajo la dirección de las clases subalternas y dominadas, articuladas en un nuevo bloque histórico.
Desde este punto de vista, las fronteras que separan al intelectual del activista terminan por anularse. "El nuevo modo de ser del intelectual – dice Gramsci – ya no puede consistir en la elocuencia, motora exterior y momentánea de los afectos y las pasiones, sino en su participación activa en la vida práctica, como constructor, organizador, "persuasivo permanentemente" no como simple orador…"
Sin embargo, cuando la teoría es considerada como "base segura" para la acción o como fuente doctrinal de la identidad de un grupo - a la manera cómo operan el cristianismo y las religiones en general -, se desvirtúa su función, pierde su capacidad de interlocución, reproduciendo los mismos esquemas de la dominación: los teóricos (autoridad), los sabios, los intelectuales, los forjadores de la "teoría" toman las decisiones y "conducen" a las masas; éstas, como un obediente rebaño, se dirigen por el camino trazado por aquellos.
Si la teoría no es una doctrina, el problema es cómo se construye; y la respuesta es: en diálogo permanente con los actores sociales tanto del presente como del pasado, mediante el empleo del acervo conceptual y metodológico de la cultura universal para pensar la realidad y sus proyecciones; mediante la interacción constante y el diálogo permanente entre intelectuales, dirigentes, líderes políticos y actores sociales; a través de la participación activa y sistemática en el proceso de las luchas sociales
De allí que los espacios más fecundos para la construcción de la teoría han sido precisamente los foros democráticos en los cuales todos tiene derecho a decir su palabra de vida, a denunciar las injusticias del sistema, pero también a proponer alternativas. Solo así se salvan las abismales e interesadas diferencias entre intelectuales y no intelectuales, entre dirigentes y dirigidos, entre líderes y masas.
No es, por tanto, inocua la organización de foros nacionales e internacionales que convoquen a los intelectuales, como un sector independiente, a debatir con rigurosidad los problemas y expectativas de la sociedad, los mecanismos de construcción de los nuevos sujetos sociales, las características del nuevo proyecto histórico, etc., superando los foros académicos que se limitan a los diagnósticos económico-sociales.
Ciertamente, este tipo de eventos no es común, al menos en el Ecuador, en gran parte por los prejuicios ideológicos señalados a lo largo de este trabajo: unos piensan que, por estar especulando lejos de la realidad, los intelectuales no tienen nada que aportar; otros piensan que solo las organizaciones partidarias tienen el privilegio de discutir, a puertas cerradas, en Asambleas y Congresos – en el mejor de los casos – temas relacionados con la construcción del nuevo proyecto histórico. Por desgracia, sucede que estos foros particulares no son el espacio adecuado para tales discusiones porque, a la postre, terminan privilegiando asuntos coyunturales, como la elección de nuevos dirigentes – o la reelección de los antiguos que es lo más común – y cuando se trata de líneas programáticas y de estatutos, la pobreza teórica es alarmante.
Conclusiones
A modo de conclusión, señalemos algunas ideas fundamentales:
Las condiciones objetivas impuestas por la democratización, aunque limitada, de las sociedades occidentales, tienden a eliminar el mito de los intelectuales como gestores de una actividad especialísima en confrontación con las actividades prácticas.
El tratamiento a-crítico de la relación entre los intelectuales y los no intelectuales ha generado confusiones que tienden a disociar la producción intelectual y la práctica cotidiana, desvalorizando en unos casos las tareas intelectuales, consideradas como mera especulación; y en otros, sublimizando los productos culturales.
Según algunos representantes del pensamiento crítico, los intelectuales no son una clase sino una categoría social, cuya definición no se determina por su ubicación en la estructura productiva sino por la función social que cumplen en tanto creadores de productos ideológico-culturales. Tienen, por lo tanto, una autonomía relativa que les permite una adscripción al proyecto histórico de las clases subalternas a través de motivaciones ético-culturales, más que económicas.
La relación entre los intelectuales y las estructuras partidarias, especialmente de los partidos comunistas, ha sido tensa y conflictiva debido a la sobrevaloración de la "práctica" que ha caracterizado la concepción de aquellos. En el marco del pensamiento crítico, partidos e intelectuales deben ser considerados como sectores diferenciados que tiene su propia identidad, pero de ninguna manera opuestos, de tal manera que hay que tender puentes entre los dos sobre la base de una correcta interpretación de la unidad dialéctica entre teoría y práctica.
En el marco de la construcción de un nuevo proyecto histórico, la presencia de una teoría, y específicamente de una teoría radical, es ineludible, si se quiere impulsar la transformación social.
La producción de la teoría no es producto exclusivo de los intelectuales sino de la creación de espacios de reflexión y diálogo entre éstos y los actores sociales. Los intelectuales deben acercarse más a los movimientos sociales y nutrirse de sus experiencias, de su espíritu transformador y, al mismo tiempo, éstos deben promover un diálogo con la ciencia y la filosofía de aquellos para juntos construir el nuevo proyecto histórico.
Bibliografía
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Quito, 4 de febrero de 2005.
Datos del autor:
Marcelo Villamarín C.,
Doctor en Filosofía. Profesor de Pensamiento moderno y Pensamiento contemporáneo en la Escuela de Filosofía de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, Quito. Director editorial de la empresa Radmandí, Proyectos Editoriales de Quito.
jotavilla[arroba]yahoo.com
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