martes, 28 de diciembre de 2010

Chusma



Por Roberto Hernández Montoya




El autor el jueves 27 de mayo de 2004 en el Centro de Estudios
Latinoamericanos Rómulo Gallegos (Celarg), Caracas, Venezuela.


Apenas hay derecha en Venezuela, decorosa pero apabullada por una ultraderecha brutal y chabacana. Solo la gente del 13 de abril de 2002, siempre despreciada, ha sabido enfrentar con solidez esta versión inesperada, chapucera y venezolana del neonazismo.

En estos días presencié un debate entre el socialdemócrata Jack Lang y varios representantes de la derecha francesa. Los socialdemócratas franceses son algo pillastres, como en todas partes, pero me aferro a la impresión de que no llegan a la soltura de Felipe González o de Acción Democrática. Tal vez me protege la distancia, pero tengo esa sensación, que me ratificaba la actitud displicente de Lang. Andando la conversación comprendí mejor. Nunca había visto a Lang. Solo sabía que fue ministro de Cultura y también de Educación. Ahora parece que lo están promoviendo para presidente. Al principio su gesto me pareció el de un político promedio. Solo la baja calidad de sus contrincantes me lo encomendó más tarde. No era arrogante Lang, como pensé, sino que se impacientaba ante aquellos pusilánimes. La derecha francesa es, con excepciones, bastante mediocre, como por cierto en todas partes. Recuerdo cómo un mecánico sin academia como el fallecido Georges Marchais, entonces secretario general del Partido Comunista Francés, los aplastó en todos los debates que llegué a presenciar, nada menos que a gente de la crema intelectual derechista como Alain Peyrefitte y Raymond Barre. Un día enfrentó completa, él solo, a la Fedecámaras francesa y desquició a aquellos burgueses vociferantes. Era admirable Marchais. Pero Lang, aun sin ese brillo, los fue humillando uno por uno.

Estos humillados eran bastante mediocres. Afortunadamente ya no son como los que colaboraron con los ocupantes nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Luego de eso la derecha europea ha sido bastante modosa, pues el enardecimiento nazifascista quedó demasiado desacreditado luego de su derrota y de cometer los peores crímenes que registra la historia, aun incluyendo el actual Iraq. Solo algunos extremados como el francés Jean-Marie Le Pen han logrado levantar el ánimo del pequeño fascista que anida en cada ramplón.




El domingo 27 de junio de 2004, Día del Periodista,
un grupo de bolivarianos intentó realizar un acto
político en la urbanización de clase media Alto Prado.
Allí fueron rechazados violentamente por unos pocos
vecinos enardecidos, como los que lucen su
elegancia falocrática en estas fotos.
Me sorprende Venezuela. Uno creía, como Mafalda, que el mundo quedaba lejos. Pero ahora resulta que el reaccionario Le Pen es un señor de lo más inteligente y besucón comparado con la ultraderecha venezolana. La cosa merece estudio porque resulta que jamás un partido venezolano, por copeyano que fuese, admitió ser de derecha, como en Francia, donde todo el mundo habla de izquierda y de derecha sin sobresaltos. En Venezuela todos se presentan como progres. Eso sosegaba, porque al menos les daba vergüenza declararse de derecha.

Pero los cinco últimos años han mostrado su verdadera faz: que no eran de derecha sino de ultraderecha. La imbecilidad que despliegan es deslumbrante. Una escritora nerviosa de la ultraderecha venezolana escribe un artículo convulso en que se propone demostrar, si logré captar algo tras aquella espesura de insultos sin demostraciones, que Hugo Chávez no es el gran comunicador que dicen, sino un ignorante que no sabe hablar. Lo acusa de practicar lo que esta autora de Monte Ávila, y de merecimientos bastante literarios, llama «analfabetismo escritural». Tú me dirás. Seguramente esta dama de la pluma hablará en sus libros de «hemorragias de sangre» o constatará la hora en lo que Rómulo Betancourt llamaba un «reloj de tiempo». Hasta los inteligentes y cultos hablan como el peor tinterillo de Globovisión cuando se acuerdan de Chávez.

A nuestra ultraderecha le ha dado por desatar una pasión que había reprimido desde la Guerra Federal: el racismo. Como los partidos de derecha querían ganarse los votos de la mayoría, pues evitaban manifestaciones discriminatorias. Me sorprende ahora el racismo explícito de algunos cuya inteligencia me consta, porque el racismo es un test para conocer el nivel de lucidez o de estupidez.

En este capítulo de nuestra historia republicana, luminoso y vergonzoso, hemos visto no solo racismo, sino clasismo. Un editorial de El Nacional sostiene sin timidez que los bolivarianos son «el mismo Lumpen de siempre». Así sería el aturdimiento que su Editor recusó el texto cuando se vio inundado de indignaciones.

Nuestra simpática ultraderecha habla de lo más pierna suelta de «bidentes», ‘que tienen dos dientes’; de Mico Mandante; de hordas, de chusma, de turbas, etc. Para ella un bolivariano es algo así como un cafre, un bárbaro, un vándalo. Los que aprueban el asalto vandálico a la Embajada de Cuba califican de forajidos a los bolivarianos. Los que no se alarmaron porque Antonio Ledezma encabezase un cacerolazo de seis horas a un anciano, nada menos que en el Año Nuevo y le gritara «¡viejo canceroso!», tiemblan cuando se ven frente a un bolivariano. Los que no se inquietaban porque al padre Juan Vives Suriá iban a cacerolearlo en el hogar de ancianos donde vivía, temen pasar por la Esquina Caliente. Los que no se conduelen porque sus vecinos caceroleen a una moribunda gritándole «¡vete a morir pa Cuba!» preparan escalofriantes planes de contingencia contra un asalto imaginario del populacho bolivariano. Se aprestan para ese asalto pero tienen vista gorda para la importación de paramilitares colombianos, que son, junto con Al Qaeda, la pandilla más sanguinolenta del mundo. ¿Será que consideran que Enrique Mendoza y Alfredo Peña son gente chic? Y los intelectuales de la ultraderecha vitorean a Carlos Ortega. Que hubiesen aclamado al gran novelista Mario Vargas Llosa no hubiese alarmado y más bien enaltecería a cualquiera, pero ¿a Ortega? No lograron deshonrarse más porque tal vez no encontraron a nadie de más bajo nivel intelectual.

Este período no solo nos ha permitido ver cómo en Venezuela no había derecha sino ultraderecha, sino cuán chocarrera era esa gente. Su chabacanería es directamente proporcional a su antichavismo. Lo habíamos vislumbrado en la esposa de Nicomedes Zuloaga, cuando un juez intrépido lo acusó y metió preso, esposado y todo, por un guiso malo. Aquella matrona oligarca desplegó su más impulsivo vocabulario en sus declaraciones epilépticas. Era un resplandor de la conducta espasmódica que se desataría pocos años después en la Plaza Altamira a partir del 22 de octubre de 2002, cuando se acantonaron allí los heroicos militares que protagonizaron el golpe de abril de ese año. Las señoronas que habitaban esa plaza asaltaban a toda persona de color oscuro, bramándole las ofensas más chabacanas. Perdieron el glamour, si alguna vez lo tuvieron.

Lo más conmovedor es que esa ultraderecha está atrincherada en la idea temeraria de que los ignorantes y chabacanos son los revolucionarios. Es más, ese es el cimiento mismo de lo que por pereza mental llamaré su ideario. En su intelecto colonial se percibe como la élite educada, «blanca y de trato», europea, culta y otras idioteces. Pero ponle un bolivariano famoso en uno de sus restaurantes de lujo para que veas dispararse lo que José Ortega y Gasset llamaba «la más torrencial chabacanería». Escucharás decir «¡vete a comer perros calientes!» y otras expresiones propias de una inteligencia superior. Son los que te dicen desde el fondo insondable de su ignorancia sin lagunas: «¿Cómo puede un tipo inteligente y culto como tú apoyar este gobierno?». He descubierto con pesar que quienes preguntan eso o no son inteligentes o no son cultos. Generalmente no son ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario. Puede que hasta sean inteligentes, pero al aparecerles Chávez en algún lóbulo cerebral se les desintegra toda lucidez.

Es fenómeno general en toda la América Latina, donde apenas hay derecha y sí un raudal de ultraderecha, desde la Colonia. La secuencia es monótona: gobierno legítimo y elementalmente justiciero inmediatamente adversado y ayudado a derrocar por la CIA con el correspondiente sangrero. Nicaragua, República Dominicana, Colombia, Guatemala, Brasil, Chile, Argentina, Uruguay, Ecuador, Perú, Centroamérica y tres veces Venezuela (en 1902-08, 1948 y ahora), para solo hablar de la América Latina. La lista es larga y todos los casos desbordan el espacio de este artículo. Pero en todas esas ocasiones se descubre cómo, con una pequeña ayuda de la CIA, la derecha era ultraderecha fascista, sin embozo ni rubor.

Los más grotescos son los que fueron de izquierda. Y si tienen piel oscura y/o nacieron en un barrio pobre, criados en piezas, en piso de tierra, son todavía más patéticos. ¡Si supieran lo que los señorones dicen de ellos en privado! Se sonríen de su modo chapucero de tomar los cubiertos y cuando los ven con un habano de medio metro ya no pueden contener la merecida carcajada. Es su problema, ya sé, pero me sigue pareciendo lastimoso porque muchos de esos personajes decidieron unilateralmente dejar de ser amigos de uno para ser aceptados en la orilla de esos elegantes salones de lo que este proceso nos ha mostrado que era la verdadera chusma.

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