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Por: Roberto Hernández Montoya
Fecha de publicación: 05/03/11
El juez mayamero Arthur Rothenberg propone el entierro «provisional» de los restos de Carlos Andrés Pérez.
La muerte, entre otras exigencias, tiene la de exigir prescindir del cadáver, apartarlo para siempre. El ser humano, observó Miguel de Unamuno, es el único animal que entierra sus muertos. Es un deber, pues, inexcusable.
Porque es escándalo cuando se excusa. Como aquella novela formidable de William Faulkner, de las grandes del siglo XX, Mientras agonizo (As I Lay Dying), en donde el cuerpo de Addie Bundren se va descomponiendo durante la sudorosa marcha hacia su sepulcro. Cada personaje que la lleva y la muerta misma monologan un pedazo de la historia, que se entreteje admirablemente, que por algo está en las enciclopedias. El título lo tomó Faulkner del Canto XI de la Odisea, cuando Agamenón ya muerto cuenta cómo lo asesinó su esposa: «Mientras yacía muerto, la mujer de ojos de perro no cerró los míos en mi descenso al Hades», el paraje griego de la muerte.
No sabemos lo que hay más allá, por eso dice el poeta ruso-francés Claude Aveline, «la muerte es un misterio que nos pertenecerá a todos». Es escalofriante contemplar, bajo la luz negra de esa frase, a la gente afanosa y distraída: ¡van a morir! Por eso nos sobrecoge la muerte. Malraux decía que ella hace que la vida se vuelva un destino. «Un golpe de ataúd en tierra es algo/perfectamente serio», dijo Antonio Machado. La muerte no sirve para nada, decía Heidegger, y añadía que somos un ser para la muerte. Los mexicanos le rinden un culto cordial porque la inmortalidad también tiene sus inconvenientes, como traté de mostrar en http://j.mp/e8g7Qt.
Venezuela tiene tradición de cadáveres insepultos. Otro que anduvo deambulando después de muerto fue Joaquín Crespo luego de la Mata Carmelera, trasladado su cadáver tal cual como en la novela de Faulkner. Simón Bolívar anduvo sin sepultura pasando las vicisitudes de la superficie. También le ocurrió a Rafael de Nogales Méndez, cuyos despojos nadie reclamó durante años, arrinconado en un almacén portuario. A Tomás Lander el Dr. Gottfried Knoche lo sentó muerto ante su escritorio, donde estuvo años, con la pluma levantada, con las ventanas abiertas, hasta que Antonio Guzmán Blanco impuso a su familia el Panteón Nacional.
Todos han sido fatalmente enterrados, pero ninguno «por un tiempo», figura del derecho nueva para mí, que movió a este juez gringo proponer un sepelio «provisional». Aunque mirado con ojos cristianos, toda sepultura es transitoria, mientras llega el Juicio Final, razón para que mucha gente no acepte donar órganos ni que la cremen, para estar entera el gran día de la última rendición de cuentas. A otras personas les va peor, rindiendo cuentas a poco de morir porque, por mucho bien o mucho mal, son cadáveres incómodos.
No es decente burlarse de la muerte de nadie, como hace alguna gente que no calificaré con la muerte de los revolucionarios, incluso de infantes. A eso ha descendido alguna gente de la oposición. Espero que no toda. Nadie se ha burlado de CAP desde el lado revolucionario, primero porque eso no se hace y también porque no hay peor burla que la que le están haciendo sus deudos.
roberto.hernandez.montoya@gmail.com
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